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martes, 11 de noviembre de 2014

Alberto Garzón: “La estrategia política ante una sociedad en descomposición”

Vivimos tiempos convulsos, de cataclismo, en los que se mueve el suelo bajo nuestros pies. Y perdemos puntos de referencia desde los que comprender lo que sucede a nuestro alrededor o desde el que entendernos a nosotros mismos. Como diría Marx, aunque él refiriéndose al inicio de la modernidad, parece que “todo lo sólido se disuelve en el aire”. Y es cierto. La vida tal y como nos la habían contado hace tan sólo una década está dejando de existir. Los relatos construidos desde el poder se esfuman con rapidez. Las promesas de futuro pierden su sentido. Y los códigos para relacionarnos entre nosotros cambian trepidantemente.
El filósofo y esclavista estadounidense John Calhoun dijo a inicios del siglo XIX que en los períodos de transición de esta naturaleza, entre lo viejo y lo nuevo, siempre hay “incertidumbre, confusión, error y salvaje y feroz fanatismo”. Un siglo más tarde y desde otras coordenadas ideológicas muy distintas Gramsci añadiría que en ese “interregno llamado crisis ocurren los fenómenos más morbosos”. Pero son sin duda los pueblos y sus gentes los que deciden con sus acciones qué tipo de fenómenos delimitan y determinan ese interregno. No hay nada escrito de antemano. Simplemente son brechas de oportunidad en las que pueden adentrarse unos u otros, en función de una disputa política que se realiza en todos los planos. Desde luego no sólo en el plano electoral.
Efectivamente, si miramos a nuestro alrededor vemos una comunidad social en descomposición. Las condiciones materiales de vida de la mayoría de la gente se están mermando y con ello se está resquebrajando las seguridades del pasado. Sin embargo, esto no sucede para todo el mundo por igual. Podríamos decir, de hecho, que hoy en nuestra sociedad conviven dos sociedades ciertamente antagónicas.
De un lado una sociedad fordista, propia de las comunidades políticas occidentales de posguerra, y en la que los trabajadores disponen de estabilidad laboral, contratos indefinidos, ciertos derechos sociales reconocidos y garantizados, un mínimo espacio de propiedad material que abarca al menos una vivienda o un vehículo, y sobre todo una seguridad de cara al futuro como es el disfrute de una pensión. De otro lado convive una sociedad posfordista, caracterizada por la inseguridad laboral, los contratos basura, la precariedad, menos derechos sociales, la ausencia total de expectativas de futuro y, en definitiva, un horizonte muy negro. A este fenómeno de convivencia simultánea de dos sociedades tan distintas el filósofo alemán Ernst Bloch lo llamaba atemporalidad o espacio temporal de no sincronía. Y le sirvió para describir tiempos tan tormentosos como el de la Alemania de los años treinta del siglo pasado y el ascenso del nazismo.
Pienso que estamos viviendo un cambio de época similar. La cacareada ruptura generacional se explica precisamente por estas razones, en tanto que la mayoría de los jóvenes vivimos en la sociedad posfordista. La distinta concepción del mundo que existe, por término medio, entre una persona joven y una no tan joven se deriva de las distintas condiciones materiales de existencia. ¿Cómo van a pensar políticamente igual si viven de forma tan distinta?
Cuando esto no se entiende hay una tendencia a vivir en burbujas. Eso es lo que creo que le ha pasado a la política, a sus instituciones y a las organizaciones políticas. Este y no otro era el mensaje más claro que mandamos los jóvenes que ocupamos las plazas en mayo del 2011. No se entendió.
Ahora bien, ¿la ruptura generacional nos da las claves para la regeneración democrática? Pienso que no necesariamente.
Crisis de régimen y democratización de la economía
Estamos viviendo una grave crisis económica que por su profundidad ha derivado en una crisis institucional. Es lo que llamamos crisis de régimen y que Gramsci llamaba crisis orgánica. Y esta crisis de régimen tiene dos componentes fundamentales: una crisis del modelo de acumulación capitalista, que afecta a la estructura económica y social, y una crisis de la democracia representativa liberal, que afecta a la estructura política y a las organizaciones políticas. La regeneración democrática no puede realizarse únicamente en uno de estos planos sino que debe abarcar los dos.
Es decir, no se trata de un recambio de unos dirigentes por otros. No se trata de sustituir las caras viejas por caras jóvenes. Pedro Sánchez es en última instancia Rubalcaba. No se trata tampoco de cambiar los nombres a los partidos. La tangentopolis italiana terminó en Berlusconi. Tampoco se trata únicamente de aprobar primarias. Obama fue elegido así. Todas las anteriores pueden incluso ser condiciones necesarias, pero desde luego nunca suficientes.
El principal problema de nuestra democracia es que mandan los que no se presentan a las elecciones. Y tiene mucho que ver con la crisis del paradigma constitucional. Desde hace décadas se ha estado produciendo un vaciamiento formal de las constituciones a través de una pérdida de soberanía de los Estados. Pero también un vaciamiento de la dimensión sustancial a través del desmantelamiento del Estado social y de las garantías positivas. Todo ello ha derivado en una inversión de la relación que existía entre economía y política. Hoy, y esta es la clave de todo, la economía domina y subordina a la política. Lo que significa que el espacio privado, los mercados, esclavizan al espacio público y los gobiernos.
Y mientras no se invierta esta relación, de tal forma que la política gobierne a la economía, las reformas democráticas serán en vano. Porque hoy tiene cierta vigencia aquella máxima anarquista de que “si votar sirviese de algo no nos dejarían votar”. Hoy Florentino Pérez, la señora Botín y otras grandes fortunas tienen mayor capacidad, aunque sea antidemocrática, para decidir qué será de nuestras vidas. Y así es como el mercado, con su carácter irracional y caprichoso, determina nuestro presente y futuro.
El horizonte de los movimientos democráticos sigue siendo, a mi juicio, el horizonte de la democratización de la economía. Un horizonte socialista. Un espacio político donde sea el demos el que tenga la capacidad de tomar las decisiones sobre qué producir, cómo distribuir y cómo consumir. Y esta es mi declaración de principios, nítida y clara.
Pero hoy estas mismas intenciones se sitúan no ya tras discursos clásicos como el de capitalistas frente a trabajadores, sino fundamentalmente como el de arriba frente abajo, el 99% frente al 1% o el de élites frente a ciudadanos. Todos representan una contradicción fundamental en el seno de la comunidad política que tiene que ver con la distribución de la renta, riqueza y sobre todo del poder.
Posmodernidad y discursos
Pero que hoy hablemos más de arriba frente a abajo que de capitalistas contra trabajadores no sólo tiene que ver con el proceso de radical transformación de la estructura productiva que ha difuminado las viejas categorías conceptuales. A mi juicio tiene más que ver con la entrada en la posmodernidad. Al fin y al cabo, mucho más difusa es la contradicción arriba-abajo.
Lo que en términos económicos es un desplazamiento desde modelos de acumulación fordistas a modelos de acumulación posfordistas tiene su correlato en el ámbito sociocultural en el desplazamiento desde la modernidad hacia la posmodernidad. Y en una sociedad cada vez más posmoderna los discursos se imponen a los programas, la apariencia a la esencia y lo efímero a lo reflexivo. La entrada en la posmodernidad, que Harvey sitúa en mayo del 68, está relacionada con aquel salto del ser al parecer que denunciaban los situacionistas franceses.
Ya lo supo distinguir Lacan cuando diferenció entre lo Real, lo Imaginario y lo Simbólico. Hoy la política se hace crecientemente en el espacio simbólico y no en el real. En cierta medida siempre fue un poco así. ¿Qué porcentaje de la población se lee los sesudos programas electorales y qué porcentaje prefiere decantar su voto en función de las emociones que siente al escuchar un discurso determinado? ¿qué importa lo Real si lo Simbólico es tan atractivo?
Hablábamos antes de Ernst Bloch. Él responsabilizó al Partido Comunista Alemán del ascenso del nazismo. Y la principal acusación que realizó fue que todo lo que hizo el Partido Comunista lo hizo bien. Pero que la clave estaba en lo que no hizo. Y lo que no hizo, en términos generales, fue intentar comprender qué sentía la población. El Partido Comunista estaba impregnado de racionalismo y creía firmemente en la sucesión de etapas predicha por Marx. A la sociedad feudal le seguía la modernidad y a la modernidad el socialismo. Pero no atendieron a los sentimientos ni las emociones de las personas que caían al abismo de esa transición. ¿Qué pasaba con los campesinos, con los empobrecidos, con los no proletarios y sus tradiciones conservadoras? ¿quién los asistía? El fascismo ocupó el lugar.
Hoy la izquierda francesa ha repetido los mismos errores ante la emergencia de la extrema derecha. Y hoy la izquierda española organizada e ideologizada ha dejado un hueco enorme a una izquierda más fluida y líquida que ha sabido entender el corazón, la rabia y la frustración de la gente. Nosotros no supimos entender las emociones de un creciente sector de la sociedad que caía en el abismo de la crisis económica y de la gestión neoliberal de la crisis pero que, mucho más importante, está en la parte más baja de la transición hacia un nuevo modelo de sociedad absolutamente regresivo. Pensamos que por el hecho de compartir objetivos y programa nos iban a votar a nosotros. Nos faltó no sólo ambición política sino que también pecamos de una notable incomprensión del fenómeno social que se encontraba detrás del 15-M, las mareas o las marchas por la dignidad.
Ha sido el discurso populista, y me refiero a su acepción académica y sin connotación negativa alguna, basado en los escritos de Ernesto Laclau, el que ha logrado canalizar esa rabia. De esto debatimos con Pablo Iglesias antes de las elecciones europeas en lo que Zarzalejos llamó “el pronunciamiento de Lavapiés”.
Pero esta estrategia populista encuentra enormes debilidades. La capacidad de canalizar la rabia de la gente a través de lo que Laclau llama un “significante vacío”, es decir, un discurso con calculada ambigüedad ideológica que consigue unir demandas insatisfechas de gentes de muy diferentes estratos sociales, es limitada. Mientras mayor es la insatisfacción social mayor es esa capacidad, desde luego. Pero atraer no es convencer. Y eso significa que es posible estar construyendo un gigante con pies de barro.
Por eso es insensato estar todo el tiempo hablando de Podemos. Para entender lo que sucede en la actualidad no hay que hablar de Pablo Iglesias, amigo y durante mucho tiempo compañero de trinchera, sino de la economía y de las condiciones materiales de vida de la gente. No son las encuestas las que explican la calle, sino la calle las que explican las encuestas.
La izquierda en la que yo creo es, sin embargo, heredera de la ilustración. Es la que ancla su historia en la tradición política republicano-socialista, y que no sólo acepta que hay lucha de clases sino que además entiende que la verdad, la honestidad, el conocimiento y la educación son elementos definitorios de una sociedad justa. A nosotros no se nos ocurriría diluir el componente republicano o feminista con objeto de obtener más votos. Operamos en el sentido contrario. Tratamos de hacer pedagogía para convencer a la gente de la necesidad del republicanismo, en tanto que modelo de estado de ausencia de rey y de participación democrática desde abajo.
Para hacerlo correctamente debemos en primer lugar hacer un diagnóstico correcto de lo que está sucediendo, tanto a efectos económicos como culturales. Y luego aceptar que los códigos políticos han cambiado y que hay que adaptarse. Especialmente en materia de comunicación, que es el instrumento que media entre lo Real y lo Simbólico y lo que construye, en última instancia, la identidad política.
La mercantilización de la política
Pero nosotros no marcamos el terreno de juego. Y sin duda hoy estamos en uno en el que prima la mercantilización de la política. Es decir, una concepción de los asuntos públicos según la cual es posible valorar la política en términos cuantitativos y a través de las variaciones de precios.
La interpretación de una encuesta y de sus componentes cada vez se parece más a la interpretación que hacemos de los movimientos en Bolsa. Y se concibe a la política como un producto que hay que ir adaptando para que el consumidor lo encuentre más atractivo. Así tenemos todo un mercado de comunicación política que nos dice cómo tenemos que vestir o cómo debemos hablar. Y sobre todo cómo debemos debatir en espacios televisivos configurados para obedecer a la dictadura de la audiencia. Un nivel adecuado de gritos y un nivel adecuado de insultos para que nadie se duerma en su salón. Y nos puede gustar o no, pero el formato condiciona el mensaje y el mensaje condiciona el comportamiento electoral. Y así es como tenemos tendencias electorales, precios y valoraciones pero también burbujas e incluso OPA hostiles.
Pero cuando todos operan con estos mismos códigos la política pierde su sentido original. Deja de ser un instrumento de transformación social y pasa a ser puro teatro. Navegamos entonces por lo efímero, lo epidérmico, lo superficial. Y nos acostumbramos a la mediocridad intelectual y a la deshonestidad. Decir hoy lo que mañana negaré.
A mi juicio las encuestas no pueden ser la brújula que nos oriente. Y no deben serlo porque, aunque hay que ser flexibles en la táctica, debemos ser inflexibles en los principios. Y porque las elecciones son un medio y no un fin, una vez aceptamos que el propósito de la izquierda transformadora es precisamente el de transformar la sociedad y no simplemente el de ganar elecciones. Y esa relación entre medios y fines no debemos olvidarla bajo pena de que suframos procesos de institucionalización que nos llevan a ser cooptados por las instituciones hasta el punto de creer que nosotros somos las instituciones.
Por todo ello considero que Izquierda Unida no puede replegarse ante una sociedad que cambia tan bruscamente. Menos aún paralizarse o estancarse. Debemos comprender la naturaleza de las olas y convertirnos en una de mayor fuerza. No es momento de conservadurismo sino de audacia. Es momento de levantar la cabeza y de defender nuestros principios y valores sin olvidar nuestros objetivos. Estamos ante una oportunidad histórica para cambiar el país e Izquierda Unida tiene que ser parte necesaria de la solución y no del problema. La izquierda organizada e ideologizada de este país tiene que estar a la altura de la historia. Por el bien de la sociedad democrática.
La transformación económica y la alternativa
Ruptura generacional, crisis de régimen y posmodernidad cultural. ¿Qué hay detrás de todos estos fenómenos? Sin duda alguna, la última transformación del capitalismo en nuestro país. Un modelo de acumulación agotado y al que era inherente la corrupción más descarada. Un capitalismo que necesita una vuelta de tuerca exprimiendo los derechos conquistados para intentar sobrevivir en un mundo globalizado. Una necesidad que manifiesta la absoluta incompatibilidad entre capitalismo y Estado social en nuestro país.
Al capitalismo le sobran las conquistas democráticas que generaciones precedentes a la mía consiguieron tras décadas de luchas. Y esas conquistas, como la sanidad, educación o pensiones públicas, son las que forman la democracia. Pues la democracia no es sólo una cuestión de procedimientos sino de contenido. Y de un contenido que permita a los individuos alzarse como ciudadanos en el sentido republicano, esto es, libres de la necesidad. O, como diría Marx, que trascienden “el reino de la necesidad por el reino de la libertad”.
Hoy nuestro país es empobrecido, saqueado, expoliado. Hoy nos roban nuestros derechos con objeto de que unos pocos sigan enriqueciéndose y amasando fortunas con las que alimentar a las hienas financieras. Pero tanto mayor sea el saqueo mayor será la desamortización. Destruyen nuestra democracia y nos dicen que es necesario para que sigamos girando dentro de la rueda como hámsters sin conciencia.
Esta dinámica necesita un freno de emergencia. Izquierda Unida será parte de ese freno. La parte más sólida, incorruptible, la parte más convencida de tal necesidad. No queremos que dentro de unos años miremos a nuestro alrededor y veamos que nuestros hospitales son propiedad de empresas registradas en paraísos fiscales. No queremos que nuestras viviendas sean propiedad de fondos buitres. Y porque estamos ante una oportunidad histórica, estar a la altura de la historia implica trabajar con honestidad, contundencia y firmeza de acuerdo a nuestros principios.
Una época apasionante, de ruptura y de cambio. Mucho queda por cambiar. Y lo mejor de todo es que depende de nosotros que se haga a mejor. Pueden ustedes, todos y todas, estar convencidos de que lucharemos por ello.
Este texto es la reproducción íntegra del discurso de Alberto Garzón en el Fórum Europa. Tribuna Andalucía


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